Tengo un secreto…

 

mariposasLa primera vez que la vi, ella tendría unos siete años y me llamaron la atención sus ricitos morenos del tamaño de un dedo de mi mano y su mirada penetrante y profunda. Desde ese mismo momento fuimos forjando una bella amistad y, aunque al principio me costó conseguir su confianza, con el tiempo pasé a ser la persona que mejor la conocía y la sabedora de su gran secreto.

Siempre andaba ensimismada, en su mundo impenetrable, desconfiada; su mirada se hallaba perdida en un lugar que mis ojos no alcanzaban a divisar. Había en ella un halo de intriga que la envolvía, aunque nadie se daba cuenta de ello.

Me propuse entrar en su mundo, formar parte de él, desvelar la inquietud que esa niñita despertaba en mí; no fue fácil, nada fácil. Tuve que pasar mucho tiempo con ella, hablar, jugar, implicarme en todo lo que podía, pero no siempre daba resultado. A veces, se hacía la loca, como si no escuchara que la llamaba, y seguía su rumbo hacia algún rinconcito del patio del colegio.

Otras, sin embargo, me admitía en su juego, aunque sin motivo aparente, decidía que ya no quería seguir jugando conmigo y, sin mediar palabra, se marchaba hacia cualquier otro rincón. Una vez allí, acceder a ella era imposible.

Intentaba animarla para que jugara con los demás niños y se esforzaba en hacerlo, pero siempre terminaba en unos de esos rinconcitos, como llegué a llamarles con el tiempo.

Tenía la sensación de que quería participar del mundo de los demás niños y adultos con los que se relacionaba en el centro pero, a la vez, también pretendía mantenerse alejada de todos nosotros.

No permitía que nadie entrara en lo más profundo de su ser y ponía tanto empeño en ello que nadie pudo ver lo que sus ojos decían a gritos.

Por mi parte, sentía tanta inquietud por saber qué se escondía detrás de la máscara que me mostraba y por entrar en ese mundo que se presentaba ante mí como una revelación, que me resistía a dejar a esa niña que, por entonces, ya todos decían de ella que era “rara”; rarezas que nadie se preguntó de donde procedían.

Pasó casi un año y mis intentos seguían siendo fallidos, no conseguía entrar en su alma, aunque sí conseguí lo más importante, quizás, en aquellos momentos, una pequeña confianza que depositaba en mí. Ya me involucraba en sus juegos, se reía, compartíamos más de lo que ninguna de las dos esperaba, pero, a veces, seguía saliendo despavorida hacia otro rincón, en donde la entrada no le estaba permitida a nadie, ni tan siquiera a mí.

Un día, estábamos jugando en el patio del colegio con arena, haciendo figuritas y comiditas para nuestros bebés imaginarios y hablando de lo mucho que le gustaba leer, cosa que ya dominaba perfectamente, cuándo de pronto me dijo:

– ¡Tengo un secreto!

Sus palabras me sorprendieron y me asustaron a la misma vez, pero intenté no expresar estos sentimientos y actuar con total normalidad, entonces le dije:

– ¿A sí?, yo también tengo un secreto.

Quizás por la inocencia de su niñez, no pudo evitar la sorpresa que le causaron mis palabras. Me miró fijamente, insegura y desconfiada de lo que acababa de escuchar; acto seguido, bajo su cabecita y siguió repitiendo aquellas palabras con la voz cada vez más apagada:

– Pues yo… tengo un secreto, tengo un secreto, tengo un secreto.

Estaba convencida de que su secreto me revelaría parte de su “rareza” (como decían algunos) y lo único que deseaba, en esos momentos, era que no sonora el timbre que nos anunciaba el fin del recreo; no quería terminar así esa conversación, llena de inquietud y dudas,… entonces le dije:

– Así que tienes un secreto.

– Sí.

– Y, ¿por qué no me lo cuentas?

– No puedo, dejaría de ser un secreto.

– Bueno, en parte sí, pero seguiría siendo un secreto porque yo no lo contaría a nadie; sería nuestro secreto, el de las dos.

– Pero, no puedo, no puede ser nuestro secreto; es mi secreto.

En ese mismo instante, mis mayores temores de ese momento se hicieron realidad y el timbre de la campana sonó más fuerte que nunca. Se levantó, me miró, me dio un beso y se marchó corriendo hacia su clase.

Por más que lo intenté, esas palabras retumbaban en mi mente como si de un martillo se tratase; se repetían una y otra vez con la misma vocecita con la que ella las había dicho. A partir de ese momento mi inquietud aumentó profundamente y con tanta intensidad que me resultaba casi imposible dejar de escuchar sus palabras en mi mente.

Así, volvió a pasar un tiempo sin que esas palabras surgieran de nuestras bocas; esperaba que fuera ella quien volviera a dar el primer paso. Sólo la escuché un día decirle a una compañera de clase, en modo de reproche, que ella tenía un secreto y que jamás se lo contaría, marchándose inmediatamente después a uno de sus rinconcitos preferidos donde sólo estaba acompañada de los elementos que componían su mundo y que quedaban fuera del alcance de cualquier otra persona.

Esas palabras y su actitud me inquietaban cada día más, sobre todo, después de haberla escuchado con aquella compañera, por lo que intentaba pasar todo el tiempo posible con ella o cerca de ella, observándola.

En uno de nuestro juegos (en esta ocasión jugábamos al esconder) consiguió asustarme de verdad cuando, de pronto, no aparecía. La busqué por todo el patio pero no aparecía, era imposible que estuviera allí, no me quedaba ningún rincón por mirar. Pregunté a otros niños si la habían visto, a lo que contestaron que sí, que la vieron entrar en el servicio de las chicas que daba al patio.

Me dirigí hacia el servicio y cuando entre, no la vi; la llamé:

– ¿Virginia?, ¿Virginia estás aquí?

De pronto, se abrió una de las puertas de los servicios individuales, salió y me dijo:

– ¿Has visto?, ¡Te dije que no me ibas a encontrar!, soy muy buena buscando escondites.

Me alegró tanto verla bien que fui a darle un abrazo pero, en el primer instante en que coloqué una mano sobre su hombro, empezó a temblar y salió corriendo.

– ¡Maldita sirena, siempre suena en el momento más inesperado!, dije.

Estos hechos ocurrieron un viernes y, por más que intenté verla antes de irnos del colegio a pasar el fin de semana, me fue imposible, así que no volví a verla hasta el lunes.

Me hallaba ansiosa por que llegara ese día y, más concretamente, la hora del recreo para poder estar con ella y hablar de lo sucedido el viernes. Cuando llegó el momento, salí al patio y allí estaba, jugando con otro niño, corriendo arriba y abajo con el bocadillo en la mano pero sin haberle dado un solo bocado aún.

La llamé y le dije que se sentara conmigo en las escaleras a desayunar tranquilas y que después podría irse de nuevo a jugar. Ella accedió sin insistencia alguna, con su cabeza agachada y evitando mirarme, como si supiera que ha hecho algo mal y asumiera la culpa y el castigo.

Nos sentamos y empezamos a comer, ella su bocadillo y yo una pieza de fruta que me había llevado para aquella mañana.

Pasamos unos instantes de profundo silencio, sin que las palabras emanaran de nuestras bocas; la notaba tensa, inquieta y desconfiada. Hasta que me preguntó por qué comía fruta y no un bocadillo como ella; escuchó atentamente mi respuesta, pero sin mirarme. Me preguntó por qué su pelo era como un muelle y, sin embargo, el mío era tan fino; le respondí y seguía sin mirarme. Me preguntó que había hecho el fin de semana e hizo lo mismo.

Creí que era el momento de decirle que el viernes me asustó con su escondite y que no me gustaba que se escondiera tanto, porque no era capaz de encontrarla y me daba miedo. Me respondió que su madre le decía lo mismo y que no lo volvería a hacer. Entonces le dije:

– Bueno y ¿qué has hecho tú este fin de semana?

– He estado en una finca que tienen unos tíos míos en la sierra.

– ¡Uy que bien! (no tuve respuesta por su parte). Y, ¿has jugado con tus primos?, ¿has ido de paseo al campo?

– Sí.

Volvió a quedarse en silencio, comiéndose su bocadillo; parecía como si no me quisiera contar lo que había hecho ese fin de semana. Recordé que le dije que después de desayunar se podía marchar a jugar y, entonces, me dí prisa para que ese silencio desapareciera y le dije:

– ¡Oye Virginia!, ¿recuerdas que te dije que tenía un secreto?

– Sí.

– Pues quiero compartirlo contigo, quiero que sea nuestro secreto. ¿Estás de acuerdo?

– Sí, de acuerdo.

Le conté mi secreto que no era otro que el que se le ocurrió a mi imaginación en aquel momento. Ella me sonrió y me dijo que ya teníamos un secreto, las dos. Acto seguido, bajó su mirada y su carita entristeció; le pregunté si le pasaba algo y me dijo que no. Dejé que pasaran unos minutos pero seguía igual, quieta, cabizbaja,… lo que terminó por alarmarme aún más y convencerme de que aquella niña, mi querida Virginia, le pasaba algo; algo que la bloqueaba y le cambiaba el carácter en cuestión de segundos.

Decidí que debía hacer algo y creí que la mejor opción era demostrarle mi afecto, hacerle saber que en mí podía confiar. Acerqué mi mano a la suya para estrecharlas y, después, pensaba darle un beso, pero mi acto se vio interrumpido casi al empezar cuando al coger su mano se sobresaltó y salió corriendo.

Esta vez el timbre no sonó y salí detrás de ella; enseguida vi que se dirigía a uno de los servicios que había bajo unas escaleras en donde estaban situadas las aulas de los niños más pequeños. (Qué verdad era eso de que sabía esconderse muy bien).

Entré, sólo había un lavabo y un baño con una puerta que se esforzaba por empujar para que nadie la abriera. La llamé repetidas veces, le dije que saliera, que sólo yo estaba allí, que confiara en mí, que no le iba a pasar nada,… pero la puerta no se abría.

Me quedé allí, quieta, sin saber qué hacer ante la reacción que esa niña de ocho años tuvo ante mí; no podía no hacer nada, y nada hacía. Terminé por decirle que me marcharía de allí si con ello conseguía que ella saliera y, entonces, la puerta se abrió, corrió hacia mí, me abrazó y me dijo que no me marchara, que me quedara con ella, que tenía miedo.

La abracé y hablé con su profesora para que no volviera a clase en aquel momento y me dejara estar más tiempo con ella con la intención de intentar calmar el miedo que dominaba el cuerpecito y la mente de Virginia.

Paseamos por el patio e insistí en que éramos amigas y podía confiar en mí y contarme por qué tenía miedo; que juntas le plantaríamos cara y lo superaríamos para que ella pudiera vivir tranquila y sin temores. Por su parte, Virginia se pasó todo el rato metidita en su mundo del que sólo salía para mirarme de vez en cuando. No conseguí que hablara una sola palabra, pero con su mirada me bastaba para saber que se sentía segura estando a mi lado.

Regresó a clase y, como una niña obediente que era, se puso de inmediato a hacer los ejercicios que su profesora estaba explicando; parecía como si guardara ese miedo en algún lugar de su ser para seguir con su camino y se colocaba una máscara que no dejaba ver a la verdadera Virginia.

Así, pasaron los días, algunos de los cuales, venía a buscarme para que desayunáramos juntas; otros jugaba con sus compañeros y otros, la encontraba jugando sola en uno de sus rinconcitos. Incluso, alguna tarde, la invitaba a merendar en mi casa, cosa que siempre aceptaba con alegría.

Parecía ser una niña madura con respecto a las de su edad; sus juegos eran distintos, sus palabras y pensamientos también, y su timidez llegaba aun grado que producía desesperación a aquellos que no sabían ver más allá de la máscara que Virginia se colocaba.

Sus calificaciones eran buenas, pero en la casilla de “es participativo/a”, siempre ponía “muy poco”, y era la observación que aparecía en todos los cuadernos de notas de los profesores.

Un día entré en el despacho del director del colegio para darle unos informes que habían llegado de la asociación de padres de alumnos y la encontré allí, sentada en una silla, con la cabeza bajada y escuchando lo que el director le decía. Éste le regañaba por algo que ella había hecho; yo dejé los informes encima de la mesa y esperé junto a la puerta a que saliera para saber qué había pasado. Cuando salió la invité a dar un pequeño paseo por el patio, nuestro lugar favorito, pero me dijo que estaba cansada y prefería estar sentada en vez de dar un paseo. Asentí y nos sentamos en las escaleras que comunicaban el patio con el colegio.

Allí le pregunté que había ocurrido para que el director estuviera regañándole y me contó que, cuando sonó la sirena para regresar a clase, ella se escondió y, como no la encontraban, la profesora se asustó y avisó al director para que la buscaran entre los dos. Al final dieron con su escondite y César (así se llamaba el director) le había dicho que lo que acababa de hacer no estaba bien, que los había asustado y que no llegaba a comprender el por qué ella había decidido esconderse en vez de regresar a clase con sus compañeros. Además le hizo prometer que no lo volvería ha hacer, que siempre debía decir adónde iba para que ellos supieran que nada malo le había sucedido.

Virginia parecía estar más enfadada que nunca, todo su cuerpo estaba tenso y la rabia que sentía se respiraba en el aire.

Le pregunté por qué se escondió, pero no obtuve respuesta alguna; le volví a preguntar:

– ¿Por qué no me cuentas tu secreto?, será nuestro secreto, como el mío lo es tuyo también.

– No puedo… mi secreto ya lo comparto con alguien, ya es nuestro secreto, el de otra persona y mío; por eso no puedo contártelo, dejaría de ser un secreto y además, dejarías de quererme.

Sus palabras helaron mi cuerpo; sin saberlo, me había revelado una parte de su secreto. Había alguien más, alguien a quien ella había confiado su misterio, pero ¿quién? Enseguida respondí:

– Virginia eso no pasará nunca, siempre te voy a querer, hagas lo que hagas; somos amigas y las amigas siempre están juntas. Además, no creo que hayas hecho nada tan malo como para dejar de quererte.

Estate tranquila, yo siempre estaré a tu lado.

– ¡No!, sé que dejarás de quererme, él me lo ha dicho y sé que es verdad.

Y, con lágrimas en los ojos, salió corriendo dejándome llena de sentimientos y pensamientos que me removían el alma. Sus palabras me trasladaron a un estado de miedo e inseguridades extremos; ¿qué era lo que le ocurría a Virginia?

Sin indagar demasiado en el tema, pregunté al profesorado, pero no llegué a ninguna conclusión; ellos no veían lo que sí veía yo en Virginia. Hice lo mismo con sus compañeros de clase y lo mismo, ninguno supo decirme nada que pudiera ayudarme.

Virginia nunca hablaba de ello, guardaba silenciosamente su secreto como si de un tesoro se tratase y pasó una temporada sin esconderse en ningún rincón del colegio, aunque, en ese tiempo, parecía más triste y retraída que nunca. En los recreos pasaba casi todo el tiempo jugando sola, inventando historias con sus amigos imaginarios, de aquí para allá como si se tratara de un científico harto de hacer experimentos en pos de alcanzar un gran descubrimiento. Todas sus actitudes, sus juegos, sus miradas,… llegaban a mí como señales, anunciando poco a poco lo que descubriría con el tiempo.

El halo de misterio que la rodeaba crecía en esos días casi con la misma intensidad que la luz del sol en sus primeras horas del día. Esta situación comenzaba a desesperarme; no llegaba a entender que era lo que pasaba por esa cabecita llena de rizos.

Empecé a creer que lo de esconderse no era algo que hacía para llamar la atención de los demás; para ella era una necesidad, de ello dependía su estado de ánimo. Profundicé en cada palabra que me decía y, cada día, sentía más miedo por descubrir el secreto pero, a la vez, sentía una necesidad imperiosa de saber para poder ayudar a esa niña infeliz.

Ya contaba con algunos datos más; sabía que compartía su secreto con alguien y, ese alguien, era masculino. Al principio pensé que se trataría de un niño y que, quizás, todas mis preocupaciones eran en vano porque sería un juego de niños, algo a lo que no tendría que dar demasiada importancia. Pero pronto comprendí que no podía tratarse de esto, que había algo más allá y que todas mis preocupaciones debían de aumentar porque a esa niña le pasaba algo grave (sabía que no me equivocaba al pensar de esta manera).

No quería ejercer presión sobre ella por lo que opté por preguntar poco e intentar escuchar mucho; las palabras más aparentes, sus juegos, sus miradas,… todo llegaba a mí en forma de mensaje, sólo debía colocar las piezas en su sitio para resolver el puzzle.

Me hallaba un poco perdida, no sabía qué hacer para crear la situación adecuada para que Virginia hablara tranquila y sinceramente, sin miedos y sin presiones de ningún tipo.

De repente, me acordé de que había una actividad programada para la semana próxima con su clase; saldrían de acampada, sólo dos días; iban a realizar trabajos para la clase de ciencias de la naturaleza.

Ese sería el momento idóneo para poder pasar todo el tiempo posible con ella, pero debía darme prisa para pedir a César que me permitiera ir con ellos.

Hablé con él pero sin confesarle nada acerca de mis intenciones; quería que, por entonces, siguiera siendo un secreto, y accedió sin problemas. Decía que, entre los niños y yo, existía una complicidad muy bonita y que les alegraría tenerme allí con ellos esos días, sobre todo, Virginia.

Con mi propósito conseguido, me marché del despacho del director para ir a la sala de profesores a repasar la clase que debía dar en poco menos de una hora. Por el camino, me topé con Virginia. Venía corriendo, despavorida, huyendo de algo o de alguien.

– ¡Mi niña ¿qué te pasa?, ¿por qué vienes corriendo de esa manera?!

– ¡Tengo que esconderme, por eso corro!

– Pero Virginia, sabes que no debes de hacer eso, que lo demás nos asustamos cuando no te encontramos y que…

– ¡Me da igual, tengo miedo, tengo miedo!, chilló a pleno pulmón.

Justo después de decir esto se desvaneció; fue el susto más grande de mi vida, sentí como todo mi cuerpo temblaba de miedo. Salí corriendo con ella en mis brazos, la llevé a un servicio y le mojé la carita; enseguida volvió en sí. Me abrazó más fuerte que nunca, le dí un vaso de agua y me aseguré de que estuviera más tranquila.

Fue entonces cuando le dije que yo también iba a ir de excursión con ella y su clase y que allí jugaríamos mucho y nos lo íbamos a pasar muy bien.

La alegría que le produjo la noticia le cambió el rostro, lo que consiguió que yo me quedara más tranquila, después del susto que me había llevado.

– No sé que me ha pasado, perdóname.

– No tienes por qué pedir perdón Virginia, no has hecho nada malo. Cuando las personas tenemos miedo, buscamos un lugar en donde nos sintamos seguros, y eso es lo que tú has hecho, no hay nada de malo en ello, no tienes por qué sentirte culpable. Ha sido un modo de actuar ante algo que te ha dado miedo. ¿Me entiendes?

La única respuesta que obtuve de ella la encontré en su mirada. Ambas pasamos el resto de la semana más tranquilas aunque ella seguía recluida en su mundo y sin relacionarse demasiado con los demás compañeros. Pero yo sabía que pronto íbamos a tener dos días enteros para estar juntas y estaba convencida de que terminaría por desvelarme su secreto.

Nunca imaginé que su gran secreto sería tan doloroso, aún hoy, cuando pienso en ello, siento una rabia e impotencia enormes por no poder haber evitado que aquello hubiera sucedido, aunque sé que aquello no dependía de mí.

Pasé los días pensando en qué hacer para llegar a mi fin, intentando trazar un plan, sin intuir que Virginia rompería todos mis esquemas.

El día que se desmayó no le pregunté el por qué de su miedo, así que decidí que sería de lo primero de lo que hablaría con ella.

Y, así, llegó el gran día que salíamos de excursión; cuando llegué al colegio aquella mañana el autobús ya estaba aparcado, con sus puertas abiertas, esperando a que recogiéramos las cosas y marcharnos; los niños estaban revolucionados corriendo de un sitio a otro, jugando y, a la vez, prometiendo a sus papás y mamás que se portarían bien y harían caso de lo que los profesores les dijéramos.

Me detuve a observar aquella situación y, en seguida, me percaté de que Virginia no andaba por allí. Una inquietud recorrió mi cuerpo, no entendía que podía haber pasado para que no estuviera allí.

Pronto obtuve respuesta, salía del colegio agarrada de la mano de su mamá; andaba con la cabeza agachada y escuchando lo que su madre le decía. En determinado momento, al escuchar palabras de su mamá, levantó la cabeza, me buscó con la mirada y, cuando sus ojos se unieron a los míos, lanzó una hermosa sonrisa, corrió hacia mí y me regaló un bello y fuerte abrazo.

– ¡Hola linda!, ¿qué tal estás?, ¿cómo te ha ido este fin de semana?

En esta ocasión no fue ella quien respondió, sino su madre que ya se hallaba a nuestro lado.

– ¡Ay qué rara es esta niña!, debéis tener paciencia con ella. Este fin de semana lo ha pasado escondiéndose de un sitio a otro, poniéndonos a todos nerviosos (estuvieron, de nuevo, en casa de sus tíos en la sierra), aunque me ha prometido que estos días no lo va ha hacer, que se va a portar bien.

– Bueno, en realidad, parece que lo de esconderse es algo que hace a menudo pero yo no creo que Virginia sea rara… pienso que hay una justificación para eso y que tiene que aprender, poco a poco, a dejar de hacerlo, ¿verdad Virginia?

– Mami ya te he prometido que me voy a portar bien, no tienes de qué preocuparte.

¡Vamos!, ¿me acompañas a guardar la mochila en el autobús?

– Claro Virginia vamos, yo también he de guardar la mía. Señora no se preocupe que Virginia estará bien; llamaremos a todos los padres esta noche y podrán hablar con sus hijos.

– Gracias, siempre eres muy amable. ¡Virginia, ven dame un beso! ¡Adiós pórtate bien!

Desde ese mismo momento, Virginia permaneció a mi lado hasta que todos nos montamos en el autobús. El trayecto no era demasiado largo, así que le dije a Virginia que se sentara con alguno de sus compañeros, a lo que me respondió con una negativa; prefería ir sentada delante porque se mareaba y los demás no querían que se sentara con ellos. Le dije que se sentara conmigo, que le iba a dar un caramelo para que no se mareara y que cantaríamos alguna canción para que el viaje se nos hiciera más entretenido. Creo que todo lo que había en su interior es lo que hacía que cantara de una manera tan bella.

Por fin, llegamos al campamento y nos dispusimos a la organización de las habitaciones; me las ingenié para que la mía estuviera al lado de la Virginia con la única intención de que me tuviera más cerca por si me necesitaba.

Cuando esto estuvo resuelto, nos preparamos para la primera actividad del día. Los alumnos debían llevar consigo unos cuadernos en donde aparecían dibujitos de plantas y algunas preguntas que debían ser contestadas una vez hubieran encontrado y observado una planta igual.

Me sorprendió ver que Virginia conocía muchas de las plantas que vimos y la facilidad con la que respondía a las preguntas. Parecía que se desenvolvía bien en medio de toda esa naturaleza.

Lo que seguía preocupándome era que su relación con los demás cada vez era más inexistente. No le importaba estar sola, al contrario, parecía que buscaba esa soledad, que sólo en ella encontraba bienestar. Le insistí para que se relacionara con sus amiguitos, pero era como si con ellos no se sintiera segura, como si fuera necesario para ella esconderse de las miradas de los demás.

Dejé que hiciera las actividades sola, como ella quería, y, después, participamos colectivamente en unos juegos.

Pasaron unas horas y, un tanto cansados, los chicos y chicas fueron entrando en la ducha y preparándose para la cena. Mientras todos andábamos atareados, me dispuse a localizar a Virginia para estar un ratito a solas con ella, pero no la vi. Pregunté al otro profesor y me dijo que ya estaba duchada y que estaría preparando las cosas para el día siguiente.

Esta vez sabía lo que debía hacer, debía buscarla en un rinconcito porque había vuelto a esconderse. Busqué y la encontré sentada entre unos matorrales, temblando; intuí que de miedo, aunque todavía seguía sin entender el por qué de sus temores.

– Virginia, ¿qué haces aquí solita?, ¿no te apetece estar con nosotros?

– Vuelvo a tener miedo y no quiero estar con los demás, ellos no me quieren, dicen que soy rara.

– Ellos si quieren estar contigo, Virginia, pero quieren que estés tranquila y sonriente. Quieren a la Virginia que les hace reír y que juega con ellos; pero si te ven triste, no lo entienden y, quizás, prefieren dejarte sola porque es lo que tú prefieres.

¿Quieres que hablemos un ratito?

– Sí. Siéntate, aquí estaremos bien las dos.

– Virginia yo te quiero muchísimo y puedes tener plena confianza en mí, ¿lo sabes verdad?, (asintió). Yo no quiero que tengas ese miedo que te paraliza y te bloquea y me encantaría ayudarte para que ese temor desaparezca, pero para ello necesito saber a qué le tienes miedo. Ese es la única manera que tengo para poder superar ese miedo contigo.

Además, pienso que todo esto viene provocado por ese secreto que guardas tan silenciosamente y que te está haciendo tanto daño. ¿Sabes?, los secretos, si no se comparten y dejan de serlo, pueden hacer mucho daño.

– Pero si te lo digo vas a dejar de quererme; tú y mi familia, y mis amigos. Si lo cuento nunca nadie me va a querer en la vida, estaré sola siempre.

– No, Virginia, eso no pasará. Te seguiremos queriendo igual o incluso más por haber sido tan valiente al desvelar tu misterio.

Todos entenderemos que te pasa y te ayudaremos para que sigas adelante. Te prometo que tendrás a tu lado a mucha gente que te va a querer y… (Se puso a llorar desesperada).

– ¡No, dejaréis de quererme, porque yo tengo la culpa, sólo yo…! él me lo ha dicho y, además, me pegará si digo nuestro secreto.

No podía creer lo que mis oídos estaban escuchando, la otra persona la había convencido de que era culpable de algo que, seguramente, no lo era. La había llevado a su terreno amenazándola con cosas terribles, ¿qué era lo que, realmente, pasaba entre Virginia y “él”, como ella lo llamaba?

– Virginia eso no ocurrirá porque ni tus papás ni yo vamos a dejar que nadie te pegue y te haga daño nunca; nunca dejaremos de quererte.

Lloraba desconsoladamente y lo único que pude hacer, en ese momento, fue abrazarla y mostrarle todo lo que la quería y todo mi apoyo.

– Virginia estoy convencida de que la persona que te ha dicho esas cosas quiere hacerte daño, no te quiere, y te habla de esa manera para que sientas miedo y accedas a lo que él te diga. ¡Por favor!, cuéntame si te dice más cosas, eres muy valiente y lo estás haciendo muy bien; eres muy fuerte.

– ¿Cómo sé que no vas a dejar de quererme?, he hecho cosas malas. ¿Por qué me va a mentir cuando me dice eso?, ¿por qué dices que quiere hacerme daño?

Él dice que soy su princesita, que nadie me quiere como él y que a lo que jugamos sólo lo hace conmigo porque yo soy especial. Si me quiere, entonces ¿por qué me va a mentir?

– Pues te miente. Virginia para nosotros sí que eres especial y te queremos mucho más que él, porque él no te quiere. Nuestro amor hacia ti es limpio y bonito y creo que el suyo no. ¿Desde cuándo te dice que eres su princesita?

– Tengo ya casi nueve años y… no sé, hace ya tiempo.

– Pero, ¿desde cuándo lo conoces?

– Desde siempre. ¡Además ya te he dicho que soy especial porque sólo juega conmigo!

– Virginia, sólo quiero ayudarte; ¡por favor!, déjame que lo haga, no te estoy reprochando nada. Escucha, ¿cuándo tenías siete años también jugaba contigo?

– Sí.

– Y, ¿recuerdas si con cinco añitos también jugaba contigo?

– Sí que lo recuerdo, fue cuando empezamos a jugar.

– Y, ¿dónde lo ves?

– No quiero decírtelo, no puedo… ¿no lo entiendes?

– Por eso te pregunto Virginia, porque quiero entenderte y porque creo que esa persona te va a seguir haciendo daño y, para que eso no ocurra, tengo que hacerte esas preguntas. Venga, cuéntame linda, verás como un día vas a vivir sin miedos y vas a poder disfrutar de todo lo bonito de la vida, porque hay cosas bonitas y personas buenas, créeme.

– Estoy nerviosa, no sé si puedo contártelo; no se que pasará cuando lo haga.

– Claro que puedes, eres una niña muy valiente y, poco a poco, vas a poder y, cuando lo hagas, lo único que va a pasar es que todo va a empezar a irte bien, volverás a sonreír. Podrás vivir tranquila y feliz porque ese miedo va a desaparecer para siempre.

– ¿Estarás a mi lado?, ¿no te irás, verdad?

– Siempre estaré contigo, confía en mí.

– Lo veo en el campo, cuando voy a su casa los fines de semana y, algunas veces, lo veo cuando salgo del colegio. Es… es… es mi primo, el mayor. Y yo siempre he jugado con él pero, últimamente, ya no me apetece jugar, no quiero pero, se enfada si le digo que no y me da collejas. Cuando me busca yo me escondo, pero siempre acaba encontrándome y llevándome con él. A mí ya no me gustan sus juegos, no sé muy bien por qué, pero me obliga a jugar y lloro y a él le da igual, dice que soy tonta, que me debería gustar y que si le cuento a alguien esto nadie me va a creer ni a querer porque ya estoy usada; soy una flor marchitada, pisada y marcada para siempre.

Dejo de llorar porque si no me tapa la boca y no puedo respirar o me da pellizcos que me duelen mucho y me hace moratones. Y, cuando me deja ir, está siempre mirándome.

Odio que me toque, me da asco, pero aún siento más asco cuando me obliga a tocarlo. No quiero hacer esas cosas que me dice pero tengo mucho miedo y siempre termino por hacerlo. Me odio, estoy sucia, me doy asco y, todo eso, es lo que voy a producir en la gente a la que le cuente esto y me quedaré sola y ¿con quién iré si todos dejan de quererme?

Estoy muy asustada y no entiendo muchas cosas, ¿por qué si ya no quiero jugar me sigue obligando?, ¿no se da cuenta de que sus juegos no me gustan?

Aunque, para mí, ya no es juego, es una pesadilla; cada vez me pide que haga más cosas que me dan mucho asco; cada vez me cuesta más hacerlas y cada día me odio más por hacerlas.

Siento como sus manos me tocan aún cuando no estoy con él y sé que Dios me va a castigar por hacer lo que hago, porque soy una guarra.

Yo me escondo, me escondo muy bien, pero me encuentra, me encuentra… me encuentra.

– Ya mi niña ya, llora todo lo que quieras porque tienes todo el derecho de hacerlo; te han hecho mucho daño. Saca de ti todo ese miedo y todo ese odio porque eres la niña más valiente del mundo.

Tu primo te ha convencido de cosas horribles para que accedieras a sus juegos; él ha hecho que te sientas culpable cuando el único culpable es él; él ha sido quien ha puesto el odio en tu corazón, pero te prometo que nunca más volverá a hacerlo, que nunca va a volver a obligarte, que no voy a permitir que vuelva a tocarte.

Entre las dos y tus padres vamos a buscar la ayuda necesaria para que llegues a entender lo que te pasa y para que puedas superar tus miedos, tus odios y tus rabias, para que no te hagan más daño.

Verás como todo se va a solucionar y ese asco, ese miedo y el odio se van a ir para no volver nunca más. Tú no eres una guarra, él es un canalla, un sinvergüenza.

Tu valentía es lo que te ha puesto a salvo y con ella serás capaz de llegar a donde te propongas.

Quizás, ahora te resulte complicado entender y creer en lo que te digo pero, date tu tiempo, el que necesites, confía en mí; ya verás como esto que te digo se terminará cumpliendo. Dime Virginia, ¿en qué piensas?

(Entre sollozos)

– Pues me siento… aliviada. Pero hay algo aquí, dentro de mi pecho, que me aprieta, se mueve de un lado a otro; a veces, es más fuerte y, a veces, más flojito. No sé lo que es, pero no me duele. Además, estoy muy nerviosa; tengo frío.

– Tranquila Virginia, eso que sientes que te aprieta es el secreto que durante tanto tiempo has tenido guardado. Al contarlo, lo has dejado libre y está saliendo de tu ser. Al poder desvelar tu secreto, al sacarlo de dentro de ti, el miedo empieza a desaparecer y a buscar una salida de tu cuerpo; es el miedo que está tratando de salir de ti.

Ven, dame un abrazo… apóyate en mi hombro y llora todo lo que necesites. Nos quedaremos aquí el tiempo que quieras pero, después, tendrás que ir a recoger tu maleta y yo la mía porque nos regresamos para tu casa. ¿Quieres?

Asintió con la cabeza y sólo dijo que tenía muchas ganas de estar con su papá y con su mamá, que lo echaba de menos. En sus ojos pude ver lo que necesitaba, en aquel momento, un abrazo de su familia (creo que, en este tipo de situaciones, el apoyo de los padres es fundamental para la recuperación de la víctima); así que hicimos lo que dije.

No sé cuanto tiempo pasamos allí, escondidas, sumidas en el dolor del terrible secreto y, a la vez, aliviadas por su revelación.

Cuando creí oportuno, marché a hablar con César (mientras ella recogía su maleta), le expliqué la situación y decidimos que irnos a casa y hablar con sus padres era lo más conveniente para ella.

Y, así, nos fuimos de aquel lugar que siempre mantendré en mi memoria para el resto de mis días; aquel lugar en donde Virginia decidió empezar a vivir sin miedos; aquel lugar en donde me fue revelado el gran sufrimiento de Virginia; aquel lugar en donde comprendí que a Virginia le habían robado un pedacito de su alma.

Estaba convencida de que hablar con sus padres iba a resultar un poquito complicado; sabía que sentimientos de culpa, responsabilidad, rabia e impotencia podrían aparecer, sería lo normal, y tenía miedo de no saber hacer o decir las cosas apropiadas. Pero quedé profundamente sorprendida al ver su reacción; al enterarse de la historia, mostraron una total comprensión hacia la situación que había estado viviendo Virginia; en ningún momento se sintieron culpables o responsables. Sus rostros, sus miradas y sus palabras, expresaban un gran alivio, ¡por fin! pudieron entender por qué pasó de ser una niña cariñosa a ser una niña violenta y agresiva. ¡Por fin! sabían la causa de que su pequeña hubiera cambiado tanto.

Decidieron que lo mejor para ella sería ponerla en manos de especialistas y, desde ese día, hicieron todo lo posible para que su día a día fuera como el de cualquier otra niña.

Pasaron los años y Virginia pasó a cursos superiores por lo que dejó de ser mi alumna pero no mi amiga. Me involucré todo lo que pude en su tratamiento y seguimos pasando algunos ratos juntas; vivíamos esos momentos con intensidad y siempre dejaba claras sus ganas de vivir.

Con el paso del tiempo y gracias a su valentía y a esas ganas de vivir, Virginia consiguió deshacerse del miedo; darle vida propia al odio sin verse afectada por él, ya era capaz de no dirigirlo hacia ella.

Volvió a sonreír, a quererse cada día un poquito más, a recuperar a esa Virginia que se perdió en el camino y a comprender que, por desgracia, lo que a ella le ocurrió también le ocurre a muchas más personas (de cualquier edad); lo que le dio una fuerza enorme para querer luchar contra este tipo de delito.

Conforme iban pasando los años nuestras conversaciones también lo hacían, aunque seguía habiendo algo característico en ellas: las enormes ganas de vivir que tenía Virginia; es algo que jamás ha perdido, a pesar de todo.

Vivió su primer amor con algunos problemas que aún le quedaban de los abusos vividos, pero terminó por superarlos con el tiempo. Todos los días subía un peldaño y se fue convirtiendo en una mujer libre de miedos y temores pasados.

Nunca se consideró una víctima, sino una superviviente de su terrible historia y consiguió que formara parte de su pasado pero no de su presente.

A día de hoy, Virginia lleva una vida como cualquier chica de su edad, vive sin miedos. Es una mujer luchadora, valiente y que, a pesar de saber que su agresor no ha recibido ningún tipo de condena o castigo por los hechos que cometió y sigue viviendo su vida como si nada, ella vive tranquila. Ya no le tiene miedo porque ya nada le puede hacer; al desvelar su secreto pudo ponerse a salvo.

Utiliza su historia para ayudar a otras personas y, lo más importante, le sonríe a la vida, ya no huye de ella, sino que la mira de frente.

 

* * *

 

Hay algo en esta historia que aún no he contado… quien soy yo.

Soy Virginia, años después y convertida en una mujer. La historia no pasó realmente así, nadie se dio cuenta de lo que me pasaba; nadie supo ver que sufría abusos sexuales por parte de un primo y, sobre todo, no pude hablar de ello hasta que fui adulta. Durante muchos años olvidé lo sucedido, lo borré de mi memoria pero, a consecuencia, sufría durante catorce años anorexia; sin saber por qué, sentía una repulsa total hacia mi cuerpo y hacia mí.

Tuve conductas autolesivas e, incluso, en alguna ocasión, la idea del suicidio rondó por mi cabeza. Así pasé los años, huyendo de la vida, viviendo en el miedo, en las preguntas, en las dudas,… en la desesperación de no entender qué me pasaba. Eso sí, nunca perdí las ganas de vivir por completo, había algo en mí que se resistía y luchaba contra viento y marea.

Después de muchos años de amargura, de rabia, de miedo, de incertidumbre, de desconsuelo… y, muy poco a poco, empecé a recordar cosillas que venían a mi mente de una manera un tanto borrosas y difuminadas pero lo suficientemente claras como para saber que esta historia era real. Fue entonces cuando me puse en manos de especialistas que me ayudaron a recordar, a poder hablar de ello sin dolor, a sacar de mí lo que durante veinte años he tenido guardado; a no sentir vergüenza ni culpa, a saber que el único culpable es él,… que yo no hice nada malo.

Con los años pude hablar con mis padres, explicarles lo que me había sucedido y lo superado que tenía ya el tema. Ellos reaccionaron de la misma manera que he contado lo que me dio una fuerza y una seguridad enormes, ya no estaba sola ante mi gran secreto porque ya no era un secreto.

Lo único que me quedaba por hacer era ayudar a esa niña que fui y que se quedó perdida en el camino; tenía que darle su sitio, ir encajando las piezas del puzzle que era mi infancia y dejarla tranquila y libre de una vez para siempre.

He tenido que volver a mi pasado y darle la ayuda necesaria a esa niña que fui para que esta adulta que soy pueda vivir completamente tranquila. He tenido que volver para salvarla a ella y, en consecuencia, para salvarme a mí.

¡Por fin! esta historia tiene un principio y tiene un final y sé que, a partir de ahora, la Virginia que fui y la Virginia que soy podrán vivir en paz y en libertad.

 

Elisa Clavijo Rodríguez, Junio 2008