Por Marta Solanas
Pongo el pie en la calle. No, no llevo los tacones puestos. Lo dudé. Pensé que iría hasta casa, que me quedaría con la falda puesta. No podía salir a la calle con falda y pseudobotas de montaña. No con esta falda.
Así que cuando pongo el pie en la calle ya no llevo los tacones puestos.
Pero es mentira que haya pensado en eso.
Hay una voz que me saca de los tres primeros pasos que doy en la calle. Hay dos voces que me sacan de los siguientes pasos que doy sin tacones. Hablan de clown. De bufones.
Con el móvil en la mano me pregunto por qué el gesto automático, por qué la luz que me atrapa y que me saca de la calle. Que me saca de las sensaciones del baile juego, del juego baile. Que ni siquiera me deja darme cuenta de que ya no llevo los tacones. Que ya no sueno fuerte si se me ocurre ir saltando.
Me niego. Guardo el puto teléfono. Salto. ¡Salto, salto y salto!
No, no llevo tacones y me alegro; me alegro en diferido, no se alegra mi cuerpo porque mi cuerpo quería seguir sonando a tacones.
Se alegra mi cabeza que me acaba de ver resbalarme con las puntillas del tacón, las puntillas de la punta; el salto que termina con el culo plantado en los adoquines.
Pongo el pie en la calle. Pongo el otro pie en la calle. Miro la hora. Nada de pasar por casa. Vale. Seré caracol con chándal, la falda guardada en bolsa de tela colgada a la espalda.
Bueno. Ya habrá noche mañana para lucir medias. Me distraigo. Me digo que tengo que estar atenta. Me digo Basta de luz de teléfono.
Abro los ojos.
Cierro el paréntesis y vuelvo a las sensaciones del baile.
Se me suelta la cara y los ojos se me abren más. Debo estar sonriendo porque la gente me mira como si fuera peligrosa; como si acabasen de verme caer desde la azotea más alta. Como si desde esa caída, a vuelo rápido, hubiese aterrizado leve, pie uno, pie dos, sin miedo.
Me he visto bajar y me he mirado los pies. Un paso, otro paso, uno, otro.
Levanto la vista. Hay una botella de agua a la altura de mis ojos.
Se me ocurre que debajo debe haber un coche. Los coches usados, cuando los quieren vender, se señalan con una botella de agua encima del techo. No sé si en alguna de mis ciudades o si sencillamente en una que visité.
No hay coche.
Sí hay coches, dos,
–y eso que se supone que es una acera–
pero no están debajo de la botella.
Lo que hay es uno de esos extraños elementos del mobiliario urbano. Algo como un armario de hormigón con un par de puertas metálicas y la curiosidad absoluta de qué guardará dentro. ¿Se vende? ¿Se vende eso?
Me dan ganas de reír y además empiezo a saber que un minuto más tarde tendré los ojos aun más abiertos, la sonrisa más amplia, los músculos de la cara más sueltos.
Le doy la vuelta al armario.
En las puertas, un puñado de anuncios, cosas que se venden, tiempos que se alquilan.
Los coches, cuando vuelva a casa, seguirán en la acera. La botella, no. Los anuncios serán otros, de conciertos inminentes, de cerrajeros más urgentes.
Pongo un pie en la calle.
Antes de llegar a la esquina me cruzo con una madre y su hija, de unos 5 años y 90 centímetros de alta. Lleva puestos unos tacones negros que su madre no ha conseguido quitarle después de la clase de flamenco.
En la bolsa de la bruja llevo mis tacones nuevos.
Publicado en: nuncafuimostodavia