El espejo sabía mejor que ningún otro objeto cómo era la relación entre los dos amantes. En su enorme ojo se reflejaron multitud de los momentos que conformaron su historia. Estaba colgado ni más ni menos que junto a la cama.
Como si fuera una ventana indiscreta, los amantes se asomaban a la película de su vida. El espejo guardaba fielmente en su memoria de plata gran parte de su trayectoria. Como sus primeros encuentros cuando, con esa generosidad inmensa de las primeras veces, entregaban al desconocido todo el amor acumulado en sus biografías. No sólo abrían de par en par su sexualidad, sino también la confianza de abandonarse juntos al sueño, de la risa, de la espontaneidad, de la ternura y también de la confusión. Nunca olvidará aquel espejo el primer mes en que permanecían abrazados toda la noche, todas las noches.
En el enamoramiento inicial vinieron los primeros tímidos tequieros, cuando las palabras se hicieron eco de lo que los cuerpos llevaban ya un tiempo diciéndose. Y así fueron viniendo más enamoramiento, los primeros desenamoramientos y otra vez el enamoramiento.
El espejo venía de un mercadillo. Por su tamaño y por la forma de su marco, podía intuirse que había formado parte de un mueble, quizás un tocador. Austero y coqueto a la vez, sin pretensiones de ser señorial pero de madera maciza bien torneada, a la antigua; con esos pequeños detalles con los que el artesano dejaba claro que lo funcional no era lo único necesario para formar parte de un mueble de dormitorio.
Tenía mucho visto y a la vez encontró la oportunidad de ser reutilizado, de cambiar de escenario, de dueño, de la compañía de otros muebles –tan diferentes de para el que había sido creado-. El espejo había comenzado una nueva vida. A sus años. Con ese cuidado del enamorado de edad madura que inicia una relación, para no cometer los errores del pasado y, a la vez, desempolvando la inocencia que permita la frescura de lo presente. El espejo no pestañeaba, reflejaba sin juicio ninguno los polvos apasionados y los enconados, los orgasmos más carnales, los más sublimes y los atascos. Los encuentros y la falta de deseo, las complicidades y la falta de sincronía. La ternura y la desconfianza. Las palabras ardorosas y las discusiones. Los relatos de cómo le había ido a cada cual el día y el aburrimiento. Las fiacas prolongadas y las prisas. La felicidad del lecho compartido y los insomnios. El llanto por la incomprensión y la rabia atrasada. Las lecturas, las nanas y los masajes, los cuentos para dormir y la mano en el vientre dolorido en el pecho vulnerable. Y también las noches solitarias de las ausencias.
Los amantes le adjudicaron la nueva función de ser balanza. El espejo por su parte no ponía ni quitaba nada en el platillo de lo agradable ni en el de lo desagradable. Él sólo los contemplaba calmadamente, como una abuela comprensiva. Sin embargo, los amantes sí que empezaron a sacar conclusiones del vaivén del fiel, a compararlo con sus expectativas. Fue entre las protestas airadas por las carencias o las defensas a ultranza de las bondades cuando la danza de la aguja que marcaba el equilibrio se volvió convulsa. Fue entonces cuando los amantes dejaron de percibir el movimiento, porque las palabras ¡ay, el lenguaje! tienden a cristalizar los procesos.
Fue entonces cuando descolgaron el espejo.
La casa que habían compartido, lo que son las cosas, precisaba de una rehabilitación a fondo. El desplome del techo de un vecino precipitó lo que llevaba años fraguándose. El desalojo fue inmediato y el espejo, junto a una gran cantidad de enseres fue empaquetado y guardado en un cortijo.
Se iniciaba para los amantes una nueva vida, recomenzar el proyecto empezando desde cero. Un nuevo apartamento sin espacios reservados, con los recuerdos mínimos, los adornos precisos. Todo desde el principio, como una hoja en blanco.
Claro que, ya se sabe lo que son las mudanzas, no es fácil digerir el dolor de la despedida rodeado de cajas que lleva meses desembalar. Así que del borrón se pasó a una cuenta nueva de sacrificios.
El espejo no sabía el tiempo que le tocaría esperar junto a otros muebles, cubriéndose de polvo. No lo sabía nadie. Podía ser su nuevo destino ser alimento de polillas o cuna de una camada de gatos, durante un tiempo o indefinidamente…
Pasaron años en los que lo único que pudo reflejar fue su envoltorio. Hasta que el día más insospechado lo instalaron junto al resto de los muebles en una camioneta destartalada. En la carga, en el traqueteo del viaje y en la descarga estaba ciego, pero pudo oír los lamentos inequívocos de la rotura, no sabía si de algún compañero de viaje o de sí mismo…
Cuando le llegó el turno de ser descargado reconoció las voces de los amantes y supo que su relación se había transformado: buscando una solución a los desacuerdos fosilizados, habían emprendido la nueva aventura de vivir separados. Mantenían, eso sí, los lazos, pretendiendo superar invasiones, celos y zancadillas manteniendo las distancias, desarrollando cada cual sus proyectos personales y brindándose el apoyo y la pasión que les dictaran sus entrañas. Aunque arriesgado, siempre suena a música la creatividad, especialmente cuando se trata de buscar cauces para que la absorción-penetración intrínseca a las parejas, sea más gozosa que dolorosa.
Estaba el espejo cavilando si el entusiasmo de los amantes sería capaz de engrasar el mecanismo que le habían asignado -el que permitía oscilar con fluidez el fiel de la balanza de sus imágenes especulares-, cuando la conversación le hizo crujir.
– El espejo está roto -dijo él secamente.
– ¿Estás seguro? -cuestionó automáticamente ella.
– He oído cómo se movía el cristal, no ha resistido el viaje -dijo él. Y añadió armándose de la fiereza sin sentimiento que requiere cargar pesos escaleras arriba- Es mejor dejarlo en la basura.
– Pero es posible que se pueda arreglar. Una amiga lo ha hecho y ha embellecido las cicatrices -dijo ella, resistiéndose a arrojar la toalla antes de tiempo.
– Este puede ser uno de los muchos proyectos que se quedan esperando eternamente. Las mudanzas son así: se piensa rápido en hacer algo y se tardan meses en poderlo hacer. No quiero aferrarme a cosas inútiles, hay que dejar espacio para lo nuevo. Quiero habitar de nuevo mi casa ligero de equipaje, como he estado estos últimos años -afirmó él, basándose en certeras directrices de vida.
– Bueno, es tu casa, son tus cosas, tú decides; pero esta tiene un especial significado, me gustaría intentarlo -dijo ella, alimentada por ese romanticismo tan característico suyo.
– Para mí también es especial, ha sido testigo de muchos momentos felices… y tristes. Además, me aterran los espejos rotos, son 7 años de desgracias, pá qué queremos más ¡Mira que se lo dije a los que me ayudaron a cargar los muebles!: “Cuidado con los espejos”, pero nada, eran fuertes para las labores del campo, pero inexpertos en transportar cosas delicadas -protestó él, dolorido.
– Eso son supersticiones -rebatió ella.
– Sí, es la única en la que creo. Menos mal que no ha sido a mí a quien se le rompió… Confío en que no recaiga sobre nadie el infortunio -interrumpió sus cavilaciones para añadir haciendo de tripas corazón- El sonido de cristales rotos es característico ¡vamos!.
– Si alguien lo agarra podía cortarse -dijo ella al tiempo que lo llevaban al contenedor.
– Espero que no, está bien envuelto -dijo él, desconectándose de los sentipensamientos para llevar a cabo la acción con eficacia-. A ver si los que nos vamos a cortar somos nosotros.
Fue una llamada de alguien que reclamaba ayuda para bajar algo de la camioneta la que interrumpió el dejarlo bien acomodado junto el contenedor. Fue la pausa que permite recapitular, la que sustrajo a la acción su tendencia a concluir. A la vuelta, él estaba más propenso a aflojarse.
– Por favor, dame la oportunidad, es algo que te pido -suplicó ella. Había más que un mueble roto del que deshacerse en todo esto.
– Vale, como quieras. Pero si pasan meses y no se arregla, lo tiro -dijo él, pensando que se iba a arrepentir de haber cedido.
El espejo hizo todo lo que pudo para no hacer ni un ruidito con el cristal cuando lo llevaban escaleras arriba. Aunque aún ciego, ya había empezando a reflejar de nuevo a los amantes, después de su largo letargo en el cortijo.
No fueron fáciles para el espejo los siguientes meses. Aunque no podría quejarse del trato exquisito que recibió cuando lo acomodaron en el cuarto de los trastos, notaba que esa delicadeza no iba tan dirigida a él como a proteger de un corte accidental. Eso de ser tomado como peligroso no es ojana, ni siquiera para un espejo antiguo y acostumbrado a reflejar todo lo que se pusiera por delante. Y especialmente porque él, como suele ocurrir en la vida misma, ya no sabía si de verdad podía provocar una herida al menor descuido. No sabía si tendría arreglo, ni siquiera sabía si estaba roto, aunque ya lo daba por hecho.
También fueron unos meses complicados para los amantes. Cada cual montaba su casa a su gusto, en un intento de salvar la relación. Pero estaba teniendo resultados desiguales. La esperada armonía de momento se veía engullida por viejas rutinas de desencuentros. La impaciencia por disfrutar de una vez de la vida -solos o en pareja- hacía cambiar de dirección el entusiasmo. Ese impulso tan humano de huir del dolor imaginando tierras más fértiles, se aliaba con el empuje desesperado por cambiar. A quién querían de verdad, al otro o al que está por llegar, al que es o al que será. La presión no es la mejor consejera para que los cambios se den de forma entrañable…
Le había llegado el turno al espejo.
Después de proveer a su casa de lo imprescindible para sobrevivir, al hombre le llegó el momento de ocuparse de vivir. Por eso, descansó, disfrutó de lo que tenía y finalmente se dedicó a completar la decoración.
El hombre comprobó que -como había sospechado- la iniciativa de reparar el espejo se había diluido entre el resto de los proyectos. Así que decidió asumirla él: contactó con una artesana amiga de todas las fantasías y se lo llevó. Como ésta aplazaba el momento de iniciar la tarea, fue la mujer la que por fin se dispuso a cumplir su promesa.
Lo primero que reflejó el espejo después de años empaquetado fue el asombro y la risa de ella. Rodeada de pegamentos, resinas y otros útiles, la mujer rió incrédula: el espejo estaba más sano que una pera. Nunca se rompió.
El mismo espejo no terminó de creérselo -hacía ya tiempo que venía quejándose de los dolores que le producían sus quebraduras- hasta que reflejó también la risa de él.
– Pero si estaba seguro -dijo él- yo estaba presente cuando uno de mis ayudantes lo quebró tratando de acomodarlo entre otros muebles en la camioneta.
– A lo mejor era el espejo del cuarto de baño que también dices que está roto -objetó ella.
– No, no, para mí que era este -replicó él.
– Pues no lo era -concluyó ella sonriendo.
– Pues sí, tienes razón -dijo él, a quien así le dolía mucho menos el haberse equivocado.
– Hemos estado a punto de tirarlo como una cosa inservible -dijo ella emocionándose.
– Menos mal que te hice caso -dijo él con una mezcla de alivio, vergüenza y responsabilidad.- ¿Me ayudarás a ponerlo en su sitio?
– Por supuesto. Ese gusto no me lo quita nadie -dijo ella.
* * * * *
Hay veces que las metáforas que nos pone por delante la vida son tan claras que ni el más incrédulo puede no enterarse de sus mensajes. Nada parecido a la magia, nada parecido al final de “fueron felices y comieron perdices”. De hecho, a pesar de la evidencia, a los amantes aún les cuesta creer en ellos. Demasiado bien saben que fantasear sobre otros posibles alivia el dolor de lo presente. Más que complicado es reconocer los errores, pero aún más es reconocer el miedo como tal, desnudándolo de teorías de cómo debían ser las cosas. El miedo a contemplar en un espejo todo: a identificar nuestra esencia no sólo en lo mejor de nosotros mismos, ni en lo más bajuno, sino también en lo desconocido, en lo que nos invita a seguir aprendiendo; el miedo a percibir el movimiento del fiel de la balanza, sin juicios ni prejuicios, sino simplemente como eso, como movimiento.
Ahora les toca a ellos. Atreverse a sentir y a usar sus manitas. Sin prestar atención a las canciones machaconas de la radio, que hacen de la tragedia del desengaño o de la magnificencia del amor un pobre espejismo. Ahora les toca mirarse en su tosco y compasivo espejo.
Carlos Sepúlveda. El Calabacino (Huelva). Agosto de 2014.